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viernes, 11 de noviembre de 2011
Francisco González Ledesma, su mensaje acerca de las corridas de toros
Perdonen si empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros,
entiendo de toros. Durante años, cuando me recogieron en Zaragoza
durante la posguerra, traté casi diariamente con don Celestino Martín,
que era el empresario de la plaza. Eso me permitió conocer a los grandes
de la época: Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta.
Me permitió conocer también, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas
con sacos de arena al animal prisionero para quebrantarlo, los largos
ayunos sustituidos poco antes de la fiesta por una comida excesiva para
que el toro se sintiera cansado, la técnica de hacerle dar con la capa
varias vueltas al ruedo para agotarlo... Si algún lector va a la plaza,
le ruego observe el agotamiento del animal y cómo respira. Y eso antes
de empezar. Vi las puyas, las tuve en la mano, las sentí. El
que pague por ver cómo a un ser vivo y noble le clavan eso debería pedir
perdón a su conciencia y pedir perdón a Dios. ¿Quién es capaz de decir
que eso no destroza? ¿Quién es capaz de decir que eso no causa dolor?
Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita protegerse. La
pica le rompe al toro los músculos del cuello, y a partir de entonces el
animal no puede girar la cabeza y sólo logra embestir de frente. Así el
famoso sabe por dónde van a pasar los cuernos y arrimarse después como
un héroe, manchándose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria
de su valentía y su arte. Me di cuenta, en mi ingenuidad de
muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el único
inocente que había en la plaza, que sólo buscaba una salida al ruedo del
suplicio, tanto que a veces, en su desesperación, se lanzaba al
tendido. Lo vi sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le
mata a la primera, y ha quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en
el centro de la plaza, con el estoque a medio clavar, pidiendo una
piedad inútil. ¡El animal estaba pidiendo piedad...! Eso ha quedado en
la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria del llanto. Y
en esa memoria del llanto está el horror de las banderillas negras. A un
pobre animal manso le clavaron esas varas con explosivos que le hacían
saltar a pedazos la carne. Y la gente pagaba por verlo. El que
acude a la plaza debería hacer uso de ese sentido de la igualdad que
todos tenemos y darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y
tortura con un solo perdedor: el animal. El peligro del toreo, además de
inmoral como espectáculo, es efectista, y si no lo fuera, si encima
pagáramos para ver morir a un hombre, faltarían manos y leyes para
prohibir la fiesta. Gente docta me dice: te equivocas. Esto es
una tradición. Cierto. Pero gente docta me recuerda: teníamos la
tradición de quemar vivos a los herejes en la plaza pública, la de
ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la de la
educación a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a
base de leyes, cultura y valores humanos. ¿No habrá una ley para
prohibir esa última tortura, por la cual además pagamos? Perdonen a este viejo periodista que aún sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la memoria del llanto.
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